Comprar un pasaje solo de ida no suena tan grave hasta que lo hacés. Suena incluso a libertad, a aventura. Pero hay algo que cambia adentro cuando aceptás que no tenés fecha de regreso. Que quizás no haya regreso. Que, por primera vez, no estás viajando “para”, sino “desde”. No te estás yendo de vacaciones. Te estás yendo.
El pasaje que existe pero no significa nada
Y sí, claro, a veces tenés que comprar un pasaje de vuelta para que te dejen subir al avión. La aerolínea te lo pide. El país al que llegás lo exige. A veces lo comprás sabiendo que vas a perderlo. O con la esperanza de que podés reembolsarlo. Pero aunque exista, ese ticket no significa nada. Es un papel para cumplir. Un comodín para mostrar en migraciones.
Porque en el fondo ya sabés que no vas a volver. Al menos no como te fuiste. Y, con suerte, no al mismo lugar.
Sin fecha, sin red
Viajar sin pasaje de regreso es un estado mental. Es una forma de decirle al mundo —y a uno mismo— que no hay plan B, que lo único concreto es el paso que estás por dar.
Y por más que suene poético en una charla de café, la verdad es que no siempre tiene glamour. A veces estás solo en un aeropuerto de madrugada, con dos mochilas y ningún mensaje nuevo en el celular. A veces no sabés bien a dónde vas, solo sabés que no querés volver.
No es para cualquiera, no es cómodo, y no tiene nada de romántico cuando llevás tres días con la misma ropa esperando que te aprueben un trámite que no entendés del todo.
Pero también tiene una belleza cruda. Una sinceridad que no se ve en Instagram. Estás solo con vos. Sin planes, sin retorno, sin garantías. Y eso, por más que asuste, también libera. Porque en esa fragilidad aparece algo nuevo: la capacidad de reinventarte.
Las preguntas cambian
Hay algo raro en cómo empieza todo. Porque antes de irte, las preguntas giran en torno al miedo:
¿Y si no consigo trabajo? ¿Y si me enfermo? ¿Y si me arrepiento? ¿Y si no me adapto?
Pero después de un tiempo afuera, las preguntas cambian de dirección. Se vuelven más sutiles, más existenciales.
¿Y si vuelvo? ¿Y si todo sigue igual? ¿Y si ya no encajo? ¿Y si lo que dejé atrás ya no me espera?
Ahí te das cuenta de que la verdadera transformación no fue geográfica, fue interna.
El viaje no te cambió por los lugares que conociste, sino por lo que tuviste que aprender para seguir adelante cuando estabas solo, lejos, cansado.
Lo que antes te daba miedo ahora te da paz. Lo que antes era tu lugar seguro ahora se siente ajeno. Y ese cambio no siempre es cómodo, pero sí es honesto.
Aprender a armar vida con lo que hay
Te pasa que empezás a vivir distinto. A construir pequeños refugios en ciudades que no conocías.
A armar vida con poco. A enamorarte de costumbres nuevas, de calles que no sabías que existían, de palabras que antes te costaban y ahora usás sin pensar.
Y también te pasa que extrañás. Pero aprendés a convivir con eso. A llevar la nostalgia en el bolsillo, como una moneda extranjera que no querés cambiar.
No hay fórmula: algunos lo logran al mes, otros nunca. Pero cuando sucede, cuando una ciudad extraña empieza a sentirse familiar, algo se enciende. Y entonces entendés que hogar no es donde naciste, sino donde te sentís parte.
Ser parte sin promesa
En algún momento, si todo va bien, te empezás a sentir parte. Ya no como turista, ni como visitante. Como alguien más.
No sabés por cuánto tiempo, pero por ahora sí. Hasta que cambie. Hasta que otra decisión te mueva.
Porque cuando empezás a vivir sin pasaje de vuelta, también entendés que ningún lugar es para siempre. Que los mapas son flexibles y que la vida, si la dejás fluir, rara vez se queda quieta.
¿Y si volvés?
Y si volvés, no es lo mismo. Porque vos no sos el mismo.
Las calles te resultan familiares, pero no te conmueven igual. Las conversaciones de antes ahora te suenan a otra frecuencia.
Ya no esperás que todo esté como lo dejaste. Aprendés a no idealizar lo que fue, a no esperar de más.
Ya no te sentís del todo de allá, ni del todo de acá.
Pero sabés algo nuevo: que podés armar hogar donde sea. Que no necesitás raíces largas para crecer.
Que si un día necesitás volver a irte, lo vas a hacer. Y que si decidís quedarte, también está bien.
Porque ya cruzaste esa frontera invisible que separa a los que se animan, de los que solo sueñan.
Cuando moverse se vuelve fácil, y pertenecer no tanto
Hay personas que se acostumbran. A moverse, a conocer, a armar y desarmar vida en diferentes ciudades, como si cambiar de lugar fuera tan natural como cambiar de estación.
Con el tiempo, se convierten en lo que podríamos llamar viajeros eternos. No tienen una pertenencia marcada. Su casa es una mochila, su rutina es estar siempre en otro lado.
Y ojo, no está mal. Para algunos, eso es libertad. Pero para otros, puede volverse un laberinto del que no saben salir.
Porque mudarse no es lo difícil. Uno aprende a embalar, a vender muebles, a dejar cosas en casas ajenas con la excusa de “cuando vuelva las paso a buscar”. Mudarse es casi una logística.
Lo difícil es hacer propio el nuevo lugar. Sentir que no estás de paso. Que no sos un turista con valija grande.
Y si no lográs eso, si no hay arraigo, ni en el nuevo ni en el viejo lugar, el retorno tampoco sana.
Porque el lugar que dejaste ya no es el mismo. Y vos tampoco.
Hay gente que vive años afuera sin sentirse nunca del todo dentro. Que se adapta en lo práctico, pero no en lo emocional.
Y eso pesa. Cansa. Aísla.
Lo ideal, claro, sería poder adaptarse. Encontrar un nuevo sentido. Como me pasó a mí.
Pero no todos lo logran. Y eso no es fracaso, es parte del proceso.
Ahí es donde aparece una nueva pregunta que nos vamos a guardar para otro día:
¿Qué pasa cuando viajar deja de ser un escape y se vuelve una forma de no quedarse en ningún lado?
Un paréntesis necesario
Es importante decirlo: aunque el viaje empiece como algo turístico, si decidimos quedarnos, debemos hacerlo bien.
Migrar está bien. Cambiar de vida, buscar otro horizonte, también. Pero hacerlo con respeto. A las leyes, a la cultura, a las normas del país que nos recibe.
No hay contradicción entre ser libre y ser responsable. De hecho, es una forma más profunda de libertad: la de integrarse sin imponer, la de formar parte sin invadir.
Viajar sin pasaje de vuelta no es un destino
Es una manera de moverse por el mundo. Y por la vida.
No hay diplomas, ni fórmulas, ni medallas. Nadie te prepara para ese limbo que hay entre la decisión de irte y la sensación de haber llegado. Y muchas veces, ese “llegar” no tiene una dirección postal. Es más bien un estado. Un momento en el que te das cuenta de que ya no estás huyendo, ni buscando: estás siendo.
Viajar sin pasaje de regreso es un acto de madurez, aunque venga disfrazado de caos.
Es aceptar que no todo va a salir como esperás, pero igual vale la pena intentarlo.
Es elegir una vida que no viene con GPS, pero con un instinto que te lleva.
Y con eso, a veces, alcanza.
No siempre es fácil. No siempre se entiende. Pero siempre, de algún modo, transforma.
¿Y vos? ¿Te animarías a irte sin fecha de regreso?
¿Te pasó? ¿Volviste? ¿Te quedaste?
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