Árbol de Navidad: Una tradición, muchos países

Hay una mañana del año en la que muchos países hacen exactamente lo mismo sin haberse puesto de acuerdo, Italia y Argentina entre ellos.

Es 8 de diciembre.

En Italia, es feriado por la Immacolata Concezione. En Argentina, feriado por la Inmaculada Concepción de María. En este caso, dos países, dos estaciones distintas, dos acentos, distinto idioma, mismo feriado, mismo origen… y el mismo ritual: abrir una caja, sacar un árbol, y colgarle vida encima.

En un departamento de Roma, alguien arrastra del sótano una caja de cartón medio vencida: adentro hay un árbol que ya perdió un poco de verde, una estrella metálica y un presepe envuelto en diarios viejos. En un PH de Buenos Aires, otro alguien abre el placard de arriba, pelea con un par de valijas y baja “el arbolito” de todos los años, ese que ya viene pre-armado, con las ramas dobladas como si hubiera dormido mal.

No hay decreto que lo ordene, pero la frase se repite más o menos igual en los dos lados del océano:

“Bueno… hoy armamos el árbol, ¿no?”

Y, con ese gesto mínimo, Italia y Argentina declaran lo mismo:
empezó el mes de la Navidad.

El 8 de diciembre: feriado, dogma y excusa perfecta

Italia: Immacolata, presepe y árbol

En Italia, el 8 de diciembre es un día marcado en rojo en el calendario: la Fiesta de la Inmaculada Concepción. No se celebra el embarazo de Jesús (ese es un error bastante común), sino un dogma definido en 1854 que dice que María fue concebida sin pecado original.

Eso, a nivel parroquia, significa misas, procesiones, altares decorados.
A nivel cocina, significa comidas “un poco más importantes” que un domingo cualquiera.
A nivel casa, significa algo clarísimo: ese día se arma el presepe y se prepara el árbol.

En muchos hogares italianos hay una frase que se repite casi como ley:

“Albero e presepe si fanno l’8.”

Es práctico: la gente no trabaja, los chicos no van a la escuela, tenés tiempo. Y es simbólico: el feriado religioso sirve como puerta de entrada a todo lo que viene después —Navidad, Santo Stefano, Capodanno, Befana—. El 8 no es la fiesta en sí, es el momento de montar el escenario.

Claro que Italia siempre guarda sus excepciones pintorescas:
en Bari, mucha gente arma todo el 6 de diciembre (San Nicola); en Milán, el 7 (Sant’Ambrogio). Pero si tomás el país como un todo, el 8 sigue siendo el gran día en que el árbol deja de estar guardado y vuelve a ocupar su lugar en el living.

Argentina: mismo día, otro clima

En Argentina, si creciste ahí, el 8 de diciembre tiene nombre y apellido:
“el día de la virgen”, o “feriado del arbolito”.

También se celebra la Inmaculada Concepción, también es feriado, también funciona como disparador de temporada festiva. Desde hace años, los medios publican notas explicando “por qué se arma el árbol este día”, pero en la práctica la gente lo sabe de memoria: es la fecha en la que se junta la familia, se baja la caja, se revisan las luces y se empieza a hablar en serio de Navidad.

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La postal es casi la contracara climática de Italia:

  • En Italia, invierno, bufandas, tal vez lluvia o nieve;
  • En Argentina, calor, ventilador apuntando al sillón, la remera transpirada mientras acomodás el árbol;
  • En Italia, chocolate caliente,
  • En Argentina, helado o gaseosa con hielo mientras probás si las luces siguen vivas.

Pero el resultado es el mismo: una casa que, desde ese día, cambia de tono.
Todo sigue igual —trabajo, cuentas, corridas—, pero en un rincón hay un recordatorio luminoso de que el año está por cerrar.

Dos escenas, el mismo guion

Si congelaras el tiempo el 8 de diciembre y pusieras una cámara en un living italiano y otra en uno argentino, se vería algo más o menos así.

En Italia:

  • alguien pregunta dónde quedó la cajita con las figuras del presepe,
  • aparece un pastorcito sin pintura en la nariz, un buey con un cuerno roto, una casita de corcho que viene aguantando más de lo que le toca,
  • el árbol se despliega rama por rama, se acomodan las luces (siempre enredadas), y las bolas doradas conviven con algún adorno hecho por un hijo en la escuela.

En Argentina:

  • se discute si el árbol va cerca de la ventana, lejos del perro, lejos del ventilador,
  • el algodón vuelve a hacer de nieve con 30 grados,
  • el pesebre se arma abajo del árbol o en otra mesa, con un desfile de animales que podrían protagonizar un zoológico intercontinental,
  • se enchufan las luces del árbolito (y si, en argentina también están siempre enredadas).

Son dos escenas distintas y, al mismo tiempo, la misma:
una familia tratando de fabricar un poco de magia con un pedazo de plástico verde y un puñado de luces.

El árbol es más viejo que nuestra Navidad

Ni Italia ni Argentina inventaron el árbol de Navidad. De hecho, el árbol navideño es bastante más viejo que la Navidad como la conocemos.

Mucho antes de que alguien hablara de pesebres o evangelios, distintos pueblos de Europa ya decoraban sus casas con ramas verdes en pleno invierno. El motivo era simple y brutal: cuando todo alrededor se vuelve marrón, seco, frío, ver algo verde es una declaración de resistencia.

  • Los romanos adornaban templos y casas con ramas en las fiestas de Saturnalia, alrededor del solsticio de invierno.
  • En el norte, las celebraciones de Yule también giraban en torno a la idea de traer luz y vida en el momento más oscuro del año.
  • El árbol perenne —el que no se rinde en invierno— funcionaba como recordatorio de que la vida seguía ahí, aunque el paisaje dijera lo contrario.

Cuando el cristianismo se extendió por Europa, en lugar de borrar esas costumbres, muchas se resignificaron. El árbol dejó de ser solo “una cosa verde que aguanta el invierno” y empezó a leerse como símbolo de vida eterna.

A eso se suman leyendas como la de San Bonifacio, el misionero que habría cortado un roble sagrado de los germanos para demostrar que su dios no castigaba a nadie, y que, en algunos relatos, señala un pequeño abeto como nuevo árbol simbólico, asociado a la fe cristiana. La historia mezcla datos y mito, pero ayudó a “bautizar” la costumbre de decorar un árbol.

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El árbol de Navidad moderno, con velas primero y luces después, se terminó de cocinar en Alemania y alrededores, entre los siglos XVI y XVII. Familias cristianas que llevaban a sus casas un abeto, lo decoraban con frutas, dulces, papel de colores y, más tarde, velitas de cera. Con el tiempo, el árbol entró en los palacios, en las cortes, se volvió moda en Gran Bretaña —en parte por culpa de la famosa imagen de la reina Victoria y el príncipe Alberto alrededor del árbol— y desde ahí saltó a media humanidad.

El mismo gesto que hoy repetimos casi en automático en Roma, Buenos Aires, Córdoba o Rosario viene de allá: alguien, en un invierno muy viejo, decidió que un pedazo de bosque adentro de casa hacía las cosas un poco más llevaderas.

Italia y el presepe: la otra mitad de la escena

Italia tenía un protagonista navideño fuerte mucho antes de enamorarse del árbol: el presepe, el pesebre.

La idea de representar el nacimiento de Jesús con figuras viene de muy lejos, pero quien la vuelve terrenal, casi teatral, es San Francisco de Asís, allá por 1223, en Greccio. A partir de ahí, el presepe se convierte en tradición poderosa: pueblos que organizan pesebres vivientes, artesanos que pasan la vida haciendo figuras en miniatura, familias que compiten —con cariño y un poco de saña— por quién tiene el presepe más detallado.

Durante siglos, la Navidad italiana fue sobre todo eso:
la escena del nacimiento, los pastores, las casitas, el río de papel metalizado, la nieve de harina, la búsqueda infinita del enchufe justo para iluminar todo.

El árbol llegó después, importado de Europa central y del mundo anglosajón. Al principio, en ambientes más burgueses; con el tiempo, en todas partes. Y terminó pasando algo muy italiano: en lugar de elegir, se quedaron con las dos cosas.

Los dos se arman —salvo rebeldes regionales— el 8 de diciembre. Y los dos se guardan después de la Befana, el 6 de enero, cuando se cierra formalmente la temporada navideña.

El 8 de diciembre visto desde lejos: migrar y repetir el gesto

Cuando te vas de un país a otro, el 8 de diciembre se vuelve una especie de espejo.

Si naciste en Argentina y ahora vivís en Italia, hay un momento en el que te encontrás frente a un árbol en una casa nueva pensando cosas como:

  • “En casa de mis viejos, ahora mismo, deben estar haciendo lo mismo.”
  • “Este adornito lo compré en un chino de Buenos Aires y ahora está colgando en Italia.”
  • “En las fotos, parece todo igual, pero acá hace frío y allá están en verano.”

El árbol se convierte en un mapa:

  • una bola comprada en Argentina hace diez años,
  • una casita de madera de un mercatino di Natale,
  • un adorno barato de supermercado que llegó a la valija “para tener algo de allá”,
  • una cinta con los colores de tu país escondida entre las ramas, que nadie más nota, pero vos sí.
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En el teléfono, llega la foto de tus viejos o de tus amigos armando su árbol el mismo día.
Vos respondés con la tuya. Nadie lo dice en voz alta, pero el mensaje subyacente es:

“No estamos en el mismo lugar, pero seguimos prendiendo la misma luz.”

Y ahí el 8 de diciembre deja de ser solo un feriado:
se vuelve un pequeño ritual de sincronía entre vidas que ya no comparten código postal, pero sí calendario.

El árbol perfecto y el árbol posible

Internet llenó el mundo de árboles de revista:
paletas de colores pensadas, adornos que combinan, luces impecables, cero cables a la vista. A veces da la sensación de que, además de todo lo demás, ahora también hay que “rendir un examen” con el arbolito.

La realidad, tanto en Italia como en Argentina, es mucho menos prolija:

  • árboles un poco torcidos,
  • ramas que se empeñan en ir para donde no deben,
  • adornos heredados que no combinan con nada pero son imposibles de sacar,
  • alguna luz que titila como si estuviera a punto de renunciar.

Y, sin embargo, cuando apagás las demás luces de la casa y dejás solo el árbol encendido, todo eso desaparece. Nadie ve el cable, nadie repara en la rama chueca. Lo único que queda es un punto de luz en medio del cansancio de fin de año.

El árbol no está ahí para ganar likes; está para recordarte, cada vez que pasás por el living, que todavía tenés algo por celebrar, aunque el año haya sido un tren difícil de frenar.

Entonces, ¿por qué seguimos armando el arbolito el 8 de diciembre?

Podemos tirar varias respuestas:

  • porque la Iglesia marcó ese día para la Inmaculada y se pegó a la tradición,
  • porque es feriado y, logísticamente, viene bárbaro,
  • porque la costumbre se transmite sin pensarlo demasiado: “en casa siempre se hizo así”.

Pero, abajo de todo eso, hay algo más simple:
necesitamos rituales.

Pequeñas cosas que se repiten cada año —en Italia, en Argentina, donde sea— y que nos sirven para medir el tiempo de otra manera. No solo en trimestres, entregas, cierres de mes, sino en momentos en los que hacemos una pausa para decir:

“Hasta acá llegamos. Con lo bueno, con lo malo, con lo que dolió y con lo que alegró.
Y, aun así, vale la pena prender estas luces.”

El 8 de diciembre, cuando enchufás el árbol y, contra todo pronóstico, las luces prenden sin hacer saltar nada, hay un segundo de silencio.

En ese segundo —en un monoambiente en Palermo o en un bilocale en Bologna—, el pensamiento es muy parecido:

“Otro año más. No fue perfecto, pero acá estamos.”

Y eso, ni más ni menos, es lo que el árbol vino a recordarte.

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